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Vuelve Avril Lavigne, la chica que voló las paredes de cristal del pop-rock


Avril Lavigne o la chica que fuimos asoma en el tiempo de descuento de 2021. Casi dos décadas después de su primer LP, Let Go, y con un arrollador regreso de las tendencias de los dos mil a nuestro alrededor, la canadiense regresa con Bite Me, un sencillo que canta con descaro a un tema recurrente en su discografía: el del desamor y el empoderamiento tras una ruptura. Su sonido, además de recordar a las raíces instrumentales de la década de oro del pop-punk, incorpora los coros desenfadados marca de la casa Lavigne. Pero además, el top estilo corsé de la portada, la falda de estampado tartán, las botas de cordones de caña alta y, sobre todo, esa icónica mirada ahumada enmarcada por una melena con la raya en medio, es una invitación a la memoria para algunas chicas cuya adolescencia transcurrió en derroteros estéticos diferentes al de las estrellas femeninas del pop que sonaban también en sus inicios.

Según la artista, Bite Me formará parte de su séptimo álbum de estudio, entre las manos del productor y batería de Blink-182, Travis Barker. En un contexto en el que vuelve a recuperar vigencia el universo visual de la década de los dos mil, sus fans empezábamos a temer que Lavigne no llegara a tiempo para subirse a esta ola, una que le corresponde por derecho. Porque, en el año que conseguimos liberar a Britney, era justo recordar a quien su fama le hizo merecer también un tratamiento mediático de su imagen abusivo sin que, veinte años después y con un #metoo a nuestras espaldas, hayamos logrado extender esa misma mirada amable hacia ella.

Avril apareció para representarnos a las que no nos identificábamos con la feminidad del pop ‘mainstream’ en una época en la que las estéticas del rock estaban vetadas para las chicas.

Reducida a una anécdota, a menudo cómica, (la banda sonora en los auriculares de Meg Griffin), tendemos a olvidar que conquistó el mundo desde un diminuto pueblo costero de Ontario llamado Napanee. Lo hizo adueñándose de estéticas y también de un género musical con herencias del punk que todavía permanecía vetado para las chicas. Porque en los albores de este siglo, los adolescentes que tomaron los garajes de los suburbios de Estados Unidos con sus instrumentos, sus pantalones caídos y sus pelos puntiagudos, gestaron una respuesta contestataria contra el conformismo burgués de las clases medias, escribieron himnos que hoy podrían servir como parte del movimiento de concienciación en salud mental, pero olvidaron incluir en su cruzada por la sensibilidad a sus hermanas, novias y amigas (si las tenían). Avril apareció para representarnos a todas las que, con todo el respeto a las texturas y sonidos del pop mainstream de entonces, no nos identificábamos con esa feminidad, puede que pecando de masculinizar nuestras formas para sentir más respeto por nosotras mismas.

Y, rompiendo las paredes de cristal del garaje, Avril se hizo famosa. Extremadamente famosa. Lo suficiente como para que Los Sims incluyeran a la joven artista como NPC en su expansión Get Famous, codo con codo junto a Marilyn Monroe. Lo suficiente como para que cuando salía con Brody Jenner, Kim Kardashian se hiciera fotos junto a ella presumiendo de cuñada celebrity. Lo suficiente como para protagonizar una de las teorías más locas de internet, carne de terraplanistas, que sostiene que desde 2003 su identidad ha sido usurpada por una actriz llamada Melissa Vandella. Pero también lo suficiente como para que su música llegase a los Napanees de todo el mundo, pequeños municipios con escasa tradición rockera, y trasladara ese mensaje a las adolescentes que los habitábamos.

En esos primeros años del siglo XX, una silueta con pantalones cargo oversized, camiseta interior de tirantes y corbata masculina, se hizo lo suficientemente identificativa como para ser reconocida en todo el mundo. Era el tiempo en que un álbum tan desnudo y genuino como Let Go se colaba en las habitaciones rosas de niñas que empezaban a moldear su identidad adulta, para enseñarnos a cantar cómo no estar conforme con las cosas. Puede que no sea uno de sus hits, pero temas como Anything But Ordinary todavía nos acompañan.

Después, llegó la maximelena rubia platino y las faldas de tul negro. Under My Skin fue la prueba de que segundas veces sí pudieron ser buenas. Un disco que debería recetarse contra toda ruptura sentimental dolorosa, porque es imposible salir de él sin ganas de devorar el mundo. He wasn’t, Don’t Tell Me o My Happy Ending son himnos del arte de mandar a paseo a alguien. Aunque, en el corazón de los fans, Nobody’s Home mantiene su puesto como uno de los temas más introspectivos de la artista, abordando la soledad de una posición a medio camino entre un mundo adulto y las ruinas de la infancia.

De la época de Girlfriend, y la influencia que la cantante reconoció que su exmarido, Deryck Whibley, ostentó sobre su sonido y su imagen, creo que sus seguidoras preferimos no acordarnos. Pero el lanzamiento en 2001 de The Best Damn Thing fue todo un ejemplo de lo machista y tóxico que podía llegar a ser el pop hecho por mujeres en esa década. Porque, para ser justos con el balance, hay que reconocer que la mujer nos abrió las puertas del pop-rock y nos regaló algunos de los temas más empoderadores en términos de género de la época siempre se ha mantenido en una posición convenientemente tibia respecto al feminismo, un término que nunca llegó a abrazar. Y puede que en una sociedad que vive su despertar feminista con un interesado entusiasmo consumista, éste haya sido un motivo para retrasar su regreso.

Tras dos álbumes con menor repercusión en los que se debatía entre explorar nuevos sonidos, sus pinitos como productora y equilibrar con la fórmula musical de sus raíces, Lavigne desapareció del radar. Una larga lucha contra la enfermedad de Lyme, que puso en peligro su vida, la mantuvo alejada del foco. De esa experiencia nació Head Above Water, un disco con un par de canciones potentes en los que se atrevió a explorar nuevos registros, la herencia de las grandes mujeres del soul en Tell Me It’s Over, o del que salió Warrior, un testimonio de la superación de su enfermedad que se convirtió en un canto a la adversidad en la lucha contra la Covid-19.

En 2021, cerca de celebrar el vigésimo cumpleaños de Let Go, el álbum que nos trajo a todas sus fans hasta aquí, es una buena noticia saber que un nuevo LP verá la luz pronto. Y es también tranquilizador que esté en manos de Travis Barker, parte esencial de uno de los grupos que configuraron ese universo adolescente que, aunque superado en muchos aspectos, tanto nos cuesta abandonar, porque hay algo de lugar seguro en él. Avril no solo se merece un disco en la década que capitaliza todo aquello en lo que ella fue pionera, sino que también merece un sonido cuidado por alguien que sepa lo que significa.

Puede que no hablemos de algo similar al increíble talento como letrista de Taylor Swift, del gusto para componer de Billie Eilish, de la evolución madura y sólida de la producción en Selena Gomez, ni la irreverencia superdotada de Miley. Como sostenía Alexandra Lores en su última newsletter, la idea del genio está superada, no existen tantas personas brillantes, y no pasa nada por no ser una de ellas. Hoy, no nos llamamos a engaño sobre Avril Lavigne como icono activista, ni intentamos exigir genialidad cuando solo queremos pegar saltos y cantar a pleno pulmón. Y esto es algo que solo puede darnos ella, la chica que voló las puertas del garaje por los aires para nuestra generación y nos entregó el derecho a no ser buenecitas.

Escrito por Alba Correa para Vogue España | www.vogue.es

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